El viento jugueteaba con sus cortos cabellos color canela. Levantó sus ojos pardos y las hojas de los árboles la saludaban en una extraña armonía. El tono bermellón del cielo avisaba con bombos y platillos que la llegada de la noche era inminente y el frío se colocaba por la delgada chaqueta que cubría su menudo cuerpo.
Ahí yacía sentada en esa banca del
parque, lo que le habían parecido años. Es curioso, en realidad, lo subjetivo
que puede llegar a ser el paso del tiempo. A veces tan veloz; casi siempre
cuando la dicha es inmensurable, cuando disfrutas como nunca algún
momento, o tal vez: a alguien. Y en otras ocasiones, es simplemente una tortura
lo lento que pueden dejarse caer las agujas del reloj; cuando sufres, o cuando
esperas algún suceso, algo que cambie tu vida, lo que sea. Cuando esperas,
simplemente.
Y ella llevaba toda su vida esperando. Tal
vez por eso sus 16 años le habían parecido miles de eones. Tal vez por eso ella
era tan madura, porque su tiempo avanzaba más lento. Cada cosa en su vida estaba
pensada, al menos, 10 movimientos antes de que sucediera. Las consecuencias de
lo que hacía, eran meditadas con más de 10 ramificaciones distintas.
Cada pequeño suceso, por más
insignificante que fuese, ella ya lo tenía pensado desde hace mucho antes. Era
como leer el futuro, pero no, al mismo tiempo. Ella no era adivina. No tenía
una bola de cristal, ni velas ni conjuros mágicos. Sólo tenía su inteligencia,
y la capacidad de ver más allá del ahora. Cada paso que andaba, era pensado.
Cada respiración que tomaba, era razonada. Cada palpito de su corazón, era
planeado.
Una genio, habían dichos los médicos y
psicólogos. Un coeficiente elevado sobre la media, habían dicho sus profesores.
Y un milagro, habían exclamado sus padres, con alegría.
¿Y para ella? Nada. Ni su nombre le sonaba
como propio. A menudo se comparaba con un pequeño pájaro: con un pequeño y
opaco Mirlo. Era un tipo de ave arisca, vivía sola, en su propio territorio.
Pero al ser domesticados, eran despojados de su carácter natural, y cantaban
encerrados en una jaula, hasta el fin de sus días. Sí, ella se sentía como un
Mirlo. Atrapada en un jaula de oro. Pero atrapada, al fin y al cabo.
Miró al frente con melancolía, una pareja
joven estaba tomada de las manos y sonreían mientras hablaban animadamente.
Ella jamás había experimentado la sensación de calor de otra mano sujeta a la
suya, ni mucho menos un beso, como el que ahora se daba la feliz pareja. Sintió
envidia y tristeza. Un pinchazo atacó con vileza su pecho, desentonando el
calculado palpito de su herido corazón.
Pequeñas lágrimas nacieron en sus ojos y
recorrieron su níveo rostro hasta saltar hacía la muerte desde su barbilla al
suelo del pequeño parque. Era su lugar favorito para pensar, para ser una con
la naturaleza y, para sobretodo, dejar los deberes que le habían impuesto a tan
corta edad. Suspiró y limpiándose el líquido salado que aún emanaba de
sus irises, se paró del lugar que la había acogido por toda esa tarde, y
emprendió el camino a casa.
Lentamente, contando. Derecho, izquierdo.
Uno y dos. Sesenta y siete pasos desde la banca hasta la salida del parque, y
sabía que le esperaban cuarenta y ocho más para su casa.
Veinte, veinte y uno, veinte y... Y
algo la detuvo, una pequeña mancha negra se cruzó en su camino y se detuvo
detrás de ella. Al volverse y enfocar más su vista, sonrío con ironía. Era un
pequeño Mirlo, aún no era adulto y la miraba desde lejos, agitando
graciosamente su cabeza de un lado para otro. A ella le pareció que la estaba
invitando. Como diciéndole que lo siguiera. Miró el camino a su casa; veinte y
seis pasos la esperaban para regresar. Se giró, dándole la espalda al
pajarillo, con toda la intensión de continuar su camino, cuando el Mirlo cantó.
Le cantó. A ella.
No, no le cantaba a la niña de 15 años, a
la genio ni a la coeficiente intelectual, ni menos al milagro. El pequeño
pájaro negro, le estaba cantando al otro pajarillo que yacía dentro de la jaula
de oro. Al que estaba atrapado. Le decía que se liberara, que lo rompiera.
¿Qué debo romper?
Rompe todo.
¿Todo?
Todo.
¿Por qué?
¿Y por qué no?
Era la melodía de la vorágine, del caos,
de la anarquía. Y el pájaro echó el vuelo. Y ella lo siguió. Sin contar. Sin
pensar. Sus pasos se desestabilizaron de la cuenta meticulosa. Su corazón latió
sin beneplácito.
Y al fin alcanzó al pájaro.
Estaba en las manos de una muchacha de su
edad. Su aspecto era etéreo. Su largo cabello rubio bailaba en la brisa de la
noche y su rostro pálido contrastaba notablemente con sus penetrantes ojos
negros. Una de sus delgadas manos acariciaba con delicadeza la cabeza del
Mirlo, el cual cantaba, agradecido de los mimos.
Y la chica de ojos pardos miraba la
escena, estupefacta. Los Mirlos no eran así. Se supone que eran ariscos con la
gente, era solitarios. ¿Por qué ese Mirlo es así con ella?
¿Por qué?
¿Por qué es así?
¿Por qué con ella?
Salió de sus cavilaciones y se dio cuenta
que la niña frente a ella la miraba con curiosidad, el pájaro había
desaparecido, volado probablemente lejos de allí. Era libre, podía ir al lugar
que quisiese. No como ella. Pero entonces, ¿qué hacía allí?
Se sintió repentinamente ridícula, sus
mejillas se tornaron calientes y se dio la vuelta, preparada para irse a su
casa de una buena vez, su madre probablemente estaría vuelta loca.
Y entonces la niña le habló, un susurro. Un saludo, y la detuvo. Su voz
era suave, arrastraba las palabras de una manera que resultaba hipnótica. Se
giró, dándole la cara, y se sintió terriblemente torpe, debería contestarle el
saludo, sino sería descortés. Mas era una extraña, no la conocía.
Pero podrías...
Se sobresaltó, ¿qué había
sido eso? Miró a todos lados, luego a la niña en frente a ella, quien la seguía
mirando con curiosidad. Al parecer ella no había escuchado la voz. Entonces
estaba dentro de su cabeza. ¿Esquizofrenia? ¿Su capacidad cerebral había
llegado a tal punto de volverla loca? No, no era eso. No eran otras voces, era
la suya propia. Hablándole. Buscó en la base de datos de su cabeza,
archivo por archivo, como si de un computador de tratase. Y encontró lo
que buscaba en un libro que había leído hace años.
"La conciencia es la voz del alma; las pasiones, la del
cuerpo"
La voz de su alma, ¿eso
era? Ella no creía en algo como el alma. No, no era que no creyese. Era que a
pesar de su inteligencia, jamás había pensado en ello. Jamás había logrado ver
afuera de la caja. Y ahora lo hacía. ¿Por qué? ¿Qué sucedía con ella? ¿Qué era
eso que sentía?
Sus pensamientos fueron
interrumpidos abruptamente por un calor ajeno en su mano. Y lentamente miró la
fuente del calor: la mano de la extraña. Era suave y tibia. Estaba viva. Estaba
tomándole la mano. Una extraña. Y no sentía miedo. No. Calor. Eso sentía, en el
pecho. En el lugar donde latía desbocado su corazón. Por primera vez lo sentía así. Por primera vez sentía el calor ajeno. Sentía: estaba viva. Y recién se había dado cuenta.
Pudo sentir el sonido de la jaula abriéndose. El chirrido de las bisagras del que fue su hogar por tantos años, inundaba su sentido. La sensación de libertad era tan grande que no cabía en su pequeño cuerpo.
Y sonrío. Elevó la mirada y le sonrío a la niña enfrente a ella. La niña de ojos negros le devolvió la sonrisa. Soltó su mano, y se despidió con la otra en un gesto infantil. Y se alejó por el camino apuesto del cual venía la muchacha de ojos pardos, la sonriente y libre muchacha de ojos pardos.
Enarboló su mirada al estrellado cielo, y respiro profundamente llenando sus pulmones con aire limpio. Se giró y continuó su camino. Tarareando un leve melodía.
Mirlo que cantas en la madrugada
Coge estas alas rotas y aprende a volar
Durante toda tu vida, has esperado este momento
Para volar.
Mirlo que cantas de madrugada
Coge estos ojos hundidos y aprende a ver
Durante toda tu vida has esperando este momento
para ser libre.
Vuela Mirlo...
Vuela.
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