martes, 15 de abril de 2014

Carta de un Porteño

"No se preocupe, señor turista, no se está quemando la Sebastiana. El muelle Prat está protegido, al igual que los cafes-boutiques del Cerro Alegre. Los bares del puerto y los pubs de Cuming siguen atendiendo, fabricando ebrios en la ciudad con mayor tasa de alcoholismo en Chile. 
Los fuegos artificiales se verán igual este año, porque los lindos miradores siguen en su sitio. El muelle Barón está lejos del fuego, así que el proyecto mall sigue en pie. Si incluso las casitas de colores se han salvado, las que arden hoy son las de color gris, esas que no salen en las postales.
Los que corren hoy, son los que siempre han corrido, corren todos los días pa’ tomar la micro, corren porque no tienen ascensor en su cerro, corren para llegar temprano al Van Buren y alcanzar un número.
Los que corren hoy, con poquitas cosas, son los que menos cosas tenían para perder. No se preocupe, señor turista, el incendio está lejos del Grand Hotel Gervasoni, hoy se quema el conventillo de la peruana, las casas que brotaron como callampas en los cerros. Arden los barrios que no salen en su mapa, porque en él todo acaba en la Av. Alemania.
Tengo que decirlo: me indigna leerlo preguntando por los ascensores. No entiendo que se alegre por la plaza Victoria indemne, cuando ya son doce personas las que han muerto calcinadas.
No entiendo que pregunte por la casa de Neruda, si a él ya no le sirve, pero a quinientas familias la suya sí.
Usted tiene otros 38 cerros que visitar el próximo verano, pero ahora son diez mil los evacuados que no tienen dónde ir. De qué nos sirve el patrimonio si no hay humanidad”.

Carta de un porteño a un turista, encontrada en los más lúgubres lugares de la web, alejada de cualquier medio de comunicación masivo, ¿Por qué? Porque dice la verdad, y cualquier cosa que sea verdad, atenta contra la moralidad de este país. La verdad aquí es ocultada bajo toneladas de fútbol y escándalos de gente que se hace llamar "famosa". La verdad es ultrajada, manoseada y vendida al mejor postor, a cambio de estatus, poder y dinero. 
Cuando nos quitan la verdad, ¿qué más tenemos que perder? Nada, y ya saben lo que dicen de la gente que no tiene nada que perder. 

"Peligroso aquel que no tiene qué perder"

sábado, 12 de abril de 2014

El amor

"La homosexualidad es un pecado"
 "Te irás al infierno"
 "La homosexualidad es una enfermedad"
 "Tanto te gusta el pico, maricón?"
 "Inmorales"
 "Asquerosos",
"Antinatural"
"Lacras"

Tantas cosas he escuchado y leído a lo largo de mi corta vida, tanto odio y discriminación, tanto miedo a lo diferente. Tanta rabia a lo desconocido, pero sobre todo, tanta ignorancia... Aún no encuentro la razón al por qué, ¿por qué odian tanto? ¿Tanto les molesta ver a la gente feliz? ¿Tanto les molesta el amor? 

Está bien ver una porno, en la privacidad de su casa, de dos mujeres haciéndolo pero si ven en el parque a dos mujeres tomadas de las manos, ¿qué se espera? Gritos, ofensas y miradas de asco. Doble estándar, doble moral de una sociedad intolerante, de una sociedad con miedo a sí misma. Donde algunos justifican su odio con Dios:
"No, es que la biblia lo dice"
 "Dios los odia" 
"Se quemarán en el infierno" 

Y yo me pregunto, la frase "Ama a tu prójimo", ¿acaso tiene excepciones? ¿Acaso simplemente el amar no es suficiente? 

Yo creo firmemente en el amor, del enamorarse de la persona. Del descubrir el amor detrás de lo que se es, y no de lo que se tiene.

 ¿Por qué fijarse en la belleza exterior? Si al final, al termino de tus días, ¿es lo primero que se te irá? 

Amar a lo de adentro, sin mediar en lo de afuera...Ser capaz de ver más allá del cascarón exterior, es algo que pocas personas hacen, pero creo que ese es el amor de verdad, el que va más allá del sexo, más allá de la apariencia, más allá de todo lo vano y superficial...Eso es amor; incondicional, fiel y noble, del que casi ya no existe, pero que aún vive a duras penas en lo más profundo del corazón de cada uno, sólo tenemos que encontrarlo y simplemente ser felices, por lo que amamos, por lo que somos, sin miedo, sin temor, sin prejuicios, sólo nosotros y el amor.

jueves, 3 de abril de 2014

Historia de una chilena.

En teoría, los terremotos son movimientos bruscos y cortos de la corteza terrestre que se produce cuando se libera energía acumulada en las placas tectónicas, más específicamente en las fallas. La causa más común de terremotos es la subducción de las placas, es decir, una se superpone a la otra. En caso de mi país, Chile, es la subducción de la placa de Nazca bajo la placa Sudamericana la que causa que seamos el país más sísmico del mundo.

En general, a mí no me disgustan los movimientos telúricos, con el tiempo, hasta me han empezado a gustar. Siempre me ha fascinado la manera en cómo reaccionan los seres humanos ante situaciones que no pueden controlar. Además las hormonas, como la adrenalina, me dan un tipo de placer que no puedo describir en estas líneas, supongo que es el goce inexorable de estar viva lo que me anima a disfrutar de lo que la mayoría teme. Aprecio en esos breves momentos de la fuerza sublime de la naturaleza, esa es una de las razones de las por cuales me gustan los temblores, sismos y ocasionales terremotos. Como alma científica, amo observar, experimentar y realizar teorías acerca de lo mucho que pareciera que nos afecta como país dos minutos de un fuerte movimiento.

En el 2010, tenía alrededor de 14 años y estaba de vacaciones de verano. Era una beba que no entendía de muchas cosas. Ese día había salido, y aún estaba con la excitación propia de alguien que no sale mucho al exterior.

Me acosté alrededor de las tres de la mañana, bastante tarde para alguien de mi edad, aunque siempre he pecado de ser una noctámbula sin remedio. Debí haber dormido diez minutos, cuando aullidos de perros me despertaron, eran gemidos temerosos, como de advertencia, un grito de huida. Años después entendí que los cánidos nos estaban advirtiendo, después de todo, los perros ladran para comunicarse con ser el humano, no entre ellos. Un leve movimiento se hizo presente en toda mi casa, y probablemente en toda la comuna, esos días había temblado seguido, así que no le tomé importancia y me cubrí con las sábanas.

Precedía a cerrar los ojos cuando un grito iracundo de lo más profundo de la Tierra terminó por sacarme de la cama, a tiempo para sentir en todo su esplendor un sismo de 8,8 Richter. Mi casa era antigua, de los años 50' probablemente, pero aguantó con gallardía el movimiento de más de 2 minutos. Sentía las bocinas y alarmas de los autos, creo que ese ruido hasta el día de hoy me desespera. Escuchaba gritos a lo lejos, tal vez de mi familia, tal vez de mis vecinos, en fin. Todo era una amalgama de gemidos, de gritos implorando ayuda. Yo sólo me preocupaba de que nada me cayera encima, en mi pieza tenía bastantes libros en repisas sobre mi cabeza, así que tuve que esquivar por primera vez enciclopedias y un gran tomo de Edgar Allan Poe. Sentía muchos rezos, probablemente de parte de mi madre o de mi tío, yo no recé. Había perdido mi fe y todas mis creencias dos años atrás. No tenía a quién pedirle que se detuviera, a ningún ser superior a quien implorarle por misericordia, ya no creía en eso, así que sólo cerré los ojos y esperé, no podía ser eterno.
 Es increíble lo agudo que se vuelven tus sentidos en situaciones extremas, como sientes todo con mayor dedicación, como hueles, escuchas o ves con mayor precisión. En ese momento podía escuchar con claridad las copas rompiéndose, todo cayéndose, todo lo que estaba bien hace menos de cinco minutos estaba en el suelo, con una deformación plástica, que no tenía retorno. Me acuerdo que teníamos un televisor grande, que pesaba demasiado y que se precipitó al suelo como si no pesase nada. Como si no fuese nada, en efecto, lo era. Por mi ventana podía ver rayos de color morado, los cables de electricidad se golpeaban entre ellos, generando cortocircuitos que teñían de amarillo, morado y rojo el cielo nocturno de un caluroso febrero.

Y de la nada se detuvo, justo como empezó.

Fueron alrededor de cinco minutos lo que todo pareció haberse silenciado, sólo con el sonido de las alarmas de los vehículos de fondo, nadie hablaba, ni en mi casa, ni en la de al lado. Hasta que mi papá reaccionó y bajo las escaleras para desactivar el seguro del auto, y detener el ruido incesante. Mi mamá nos preguntó cómo estábamos, mis hermanos pequeños asustados, yo también. Pero eso no me detuvo para volver tras mis pasos y sacar a mi perrita debajo de la cama, creo que jamás sentí que un ser vivo dependiese tanto de mí, como en ese momento. La abracé y ella me incrustó sus garras en mi espalda, en un acto reflejo al miedo que aún estaba latente.

Nos calzamos zapatos y salimos en pijama a la calle. Ese 27 de febrero había luna llena, la cual bañaba con benevolencia a un oscuro Santiago. Jamás había visto a la bullida y luminosa capital tan demacrada, habían escombros en el suelo, humo empezaba a salir de algunos incendios aislados. Mi papá sacó el auto y prendió la radio. Yo sabía que en Santiago no existe ninguna falla que sea capaz de provocar un movimiento así, la más cercana es la de San Ramón, pero la capacidad de ésta es de máximo un sismo de grado 7, y ese no podía ser el grado de lo que acababa de vivir. Así que pensé que esto venía de otra región, que lo que aquí había dejado algunos muros en el suelo, en otra parte había matado gente. Y no me equivocaba. En el sur del país, más específicamente en el mar frente a Cobquecura, al noroeste de Concepción. Nadie sabía de cuánto había sido, y los medios decían que había sido un "Sismo de fuerte intensidad", jamás he entendido por qué aquí en Chile, llaman sismo fuerte, al movimiento que en cualquier otra parte del mundo sería terremoto. Es curioso, y ahora llega a ser tragicómico, es un chiste interno arraigado en nuestra cultura.

Eran las 3:50, y dieciséis minutos habían pasado desde el terremoto, y ya se sabía que había sido mayor a 8. Y que probablemente era uno de los más fuertes movimientos en el país, y de tal vez, el mundo. Lo cual terminó siendo.

Yo llamaba a mis amigas por celular, estaba preocupada por ellas, hace menos de doce horas había estado charlando con ellas, y ahora no sabía siquiera si estaban vivas. Mi papá me quitó el teléfono y me dijo que era inútil, que los computadores que veían las comunicaciones estaban en el piso, hechos mierda.

Así nos mantuvimos afuera, por alrededor de dos horas, charlando entre todos, recogiendo las cosas del suelo, limpiando. Nadie lloro, ni siquiera mis hermanos pequeños. Mi mamá decía que teníamos que volver a pararnos, que no sacábamos nada con lamentar, estábamos vivos y eso lo único que importaba. Hasta el día de hoy, atesoro esas palabras y las mantengo como un mantra en mi vida. Alrededor de las cinco de la mañana, mis hermanos y mis padres se durmieron, todos en la cama matrimonial. Yo no podía dormir, tenía demasiadas preguntas, y muy pocas respuestas. Escuché la radio hasta que se me acabó la batería del celular, no tenía energía eléctrica, se había cortado en toda la capital, de hecho, fue un milagro que tuviésemos agua.

Me mantuve pensando, ahí sentada en el suelo, un par de horas más hasta que mis papás se levantaron.

La luz del día nos mostró el real impacto de todo, dos muros de mi casa estaban en el piso. Y así todos los muros de los vecinos estaban en las mismas condiciones, éramos como una gran y sola mansión. Por meses estuve así, creo que no salí al patio en ese mismo tiempo, nunca he sido muy sociable, y sin muros, bueno mi privacidad se había convertido en un lujo.

Y así transcurrieron cinco días sin electricidad y sólo nos enterábamos de las sucesos exteriores por la radio de la cocina. Nos enteramos de que hubo un maremoto en las costas del sur, que mató e hizo desaparecer a muchísima gente. Ahora en retrospectiva, se ve que se pudieron hacer tantas cosas, dar un aviso temprano de tsunami, una alerta, evitar todas esas muertes. Pero lo hecho, hecho está.

Al quinto día, la energía volvió. Y lo primero que hice, fue prender la televisión y así pude darme cuenta de la verdadera magnitud de lo que había pasado. Me di cuenta lo limitada que era mi imaginación. Autopistas enteras, rotas y tiradas como si fuesen hechas de papel. Casas que parecieran construidas con cartas y derribadas por un fuerte viento. Una masa de agua gigante en una cuidad. Un barco en medio de una plaza. Y el triste icono, el edificio Alto Río, partido a la mitad en medio de la devastación.

Pensé que jamás podríamos recuperarnos, para mí en ese entonces el ser humano era un animal débil y estúpido, incapaz de tener resiliencia. Y me equivoqué.

La gente lloró lo que tenía que llorar, y después se pararon, se limpiaron las rodillas rasmilladas, y comenzaron a construir sus vidas de nuevo.  Jamás había sentido algún tipo de orgullo hacía otro ser de mi especie, hasta ese momento. Me sentí por primera vez, parte de algo más grande que yo misma. Y salimos adelante. Aprendimos de nuestros errores, y eso se notó en el terremoto del norte.

La gente evacuó cuando debía, estaba preparada. No tenían miedo y cuando los vi por la televisión, pude sentir ese orgullo de nuevo. Esa sensación de pertenencia, de que a pesar de que la mayoría del tiempo tenga una resentimiento por los seres humanos, y que los deteste, no puedo ignorar que tienen facetas de verdad admirables.

Sé bien que la gente se levantará otra vez, que llorará a sus muertos, y a las pérdidas materiales. Pero se repondrá, limpiará el desastre y volverá a empezar de nuevo. Cada veinticinco años, aproximadamente, nos estamos levantando y rehaciendo nuestra vida desde los escombros. Eso es lo que hacemos, lo que nuestros abuelos hicieron, y los que nuestros nietos harán, esta inculcado en nuestra cultura, es lo más preciado que tenemos; la capacidad de volver a pararte aún cuando el suelo bajo tus pies se haya movido. De luchar tercamente contra la adversidad, y de aprender de nuestros errores.